15 de octubre de 2021

Decir la verdad sobre nuestra propia historia

 


Obra de Alice Miller
Acuarela Alice Miller.




Decir la Verdad a sus Hijos

por Alice Miller

 



A veces intento imaginarme cómo reaccionaría una persona que hubiese crecido en otro planeta, en el cual a nadie se le hubiese ocurrido pegar a los niños. Quizás algún día gracias al progreso espacial, se podrá viajar de planeta a planeta y seres de costumbres completamente diferentes llegarán a nuestra tierra. ¿Qué sentirán entonces en su mente y en su corazón cuando vean a un adulto humano vigoroso precipitarse sobre niños pequeños indefensos y pegarles en un arrebato de furor?

Hoy en día es todavía práctica corriente creer que los niños no están dotados de sensibilidad y persuadirnos de que todos los sufrimientos que les infligimos no tienen consecuencias o en todo caso de menor importancia que en los adultos, precisamente porque son «todavía niños». Por esta misma razón, hasta hace poco tiempo las operaciones sin anestesia estaban autorizadas en los niños. Peor aún, la circuncisión y la extirpación se consideran en numerosos países como costumbres tradicionales legítimas igual que los ritos de iniciación sádicos…

Pegar, golpear a un adulto se denomina tortura, pegar a los niños lo llamamos educación. ¿Por qué no es esto suficiente para poner clara y netamente en evidencia la existencia de una anomalía que perturba el cerebro de la mayoría de la gente, una «lesión», un enorme vacío justamente ahí donde deberíamos sentir la empatía en particular HACIA LOS NIÑOS? En el fondo esta observación es más que suficiente para probar la exactitud de la tesis según la cual el cerebro de todos los niños, a quienes se les ha pegado, conservan secuelas porque, ¡prácticamente todos los adultos, son insensibles a la violencia que infligimos a los niños!

Dado que las torturas que sufren los niños son negadas y rechazadas por la mayor parte de la gente, se podría suponer que este mecanismo (de protección) forma parte de la naturaleza humana, evita sufrimientos y desempeña incluso un papel positivo en el ser humano. No obstante, existen al menos dos hechos que contradicen esta aserción. En primer lugar, es justamente cuando negamos los malos tratos sufridos que los transmitimos a la siguiente generación, impidiendo así la interrupción de la cadena de la violencia y en segundo lugar, el recordar lo que hemos sufrido permite le desaparición de los síntomas de enfermedad.

Está demostrado hoy que el sacar a la luz los sufrimientos vividos en nuestra infancia en presencia de un testigo compasivo conduce a la anulación de los síntomas físicos y psíquicos (como la depresión); este hecho nos obliga a tener que buscar nuevas formas de terapia, ya que manteniéndonos en la negación de nuestra realidad no encontraremos la liberación, sino más bien enfrentándonos a nuestra propia verdad con todo lo que conlleva de doloroso.

A mi parecer, las mismas conclusiones se pueden aplicar en la terapia con los niños. Durante mucho tiempo pensé, como la mayoría de la gente, que los niños necesitaban de la ilusión y del engaño para poder sobrevivir puesto que enfrentarlos a la realidad sería demasiado doloroso para ellos. Sin embargo, hoy estoy convencida, de que lo que es válido para los adultos los es también para los niños: quien conoce la verdad sobre su historia está protegido de enfermedades o desórdenes de cualquier tipo. Pero para ello, la ayuda de sus padres les es indispensable.

Numerosos son los niños que presentan problemas de comportamiento en la actualidad y numerosas son también las proposiciones terapéuticas. Desgraciadamente estas se apoyan en general en conceptos pedagógicos según los cuales es posible y necesario inculcar adaptación y sumisión con los niños «difíciles». Se trata de la terapia conductista que consiste en una cierta «reparación» del niño.

Todas ellas tienen en común el callar o ignorar el hecho de que cada niño problemático expresa con su comportamiento la historia del no respeto de su integridad, que empieza en su más tierna edad como lo muestran mis investigaciones (ver mi artículo del 2006 «La impotencia de las estadísticas», todavía no traducido al español) entre 0 y 4 años, momento en el que se está formando su cerebro. La mayoría de las veces este momento de su historia cae en el olvido.

No obstante, no se puede verdaderamente ayudar a un ser lastimado a curar sus heridas si nos negamos a verlas. Afortunadamente las perspectivas de curación son mejores en un organismo joven y esto es igualmente válido con los problemas psíquicos. El primer paso a dar sería pues el de prepararse a mirar de frente sus propias heridas, tomarlas en serio y cesar de negarlas. Esto no tiene nada que ver con una «reparación de trastornos» en el niño, se trata más bien de curar sus heridas por medio de la empatía y de una información justa y verdadera.

Para que el niño llegue a su pleno desarrollo emocional (su verdadera madurez) necesita mucho más que el simple aprendizaje de adaptación a la norma. Para que no desarrolle más tarde ni depresión ni desarreglos alimenticios, ni caiga en la droga, necesita acceder a su historia. Pienso que con los niños maltratados los esfuerzos educativos e incluso terapéuticos, aún realizados con las mejores intenciones, están condenados al fracaso si la humillación vivida no ha sido evocada nunca o dicho de otra forma si el niño está solo con su vivencia. Para poder quitar esta armadura que aísla (la soledad frente a su secreto) los padres deberían encontrar el valor necesario para reconocer su culpa para con el niño. Esto cambiaría completamente la situación. Podrían decirle por ejemplo en el transcurso de una tranquila charla:

“Te pegábamos cuando eras todavía pequeño porque a nosotros nos educaron así y pensamos que era de esta forma como había que hacerlo”. Pero ahora sabemos que nunca deberíamos habernos permitido pegarte y sentimos en el alma la humillación que te causamos y el dolor que te hemos infligido, no lo volveremos a hacer nunca más. Y si ves que lo olvidamos, te pedimos por favor que nos recuerdes la promesa que te acabamos de hacer».

Existen ya 17 países en los cuales se penaliza el pegar a los niños porque simplemente está prohibido hacerlo. Durante los últimos 10 años hay cada vez más gente que comprende que un niño al que se le pega, vive asustado y crece con el temor del siguiente golpe, alterándose así muchas de sus funciones normales. Entre otras, no será capaz más tarde de defenderse si le atacan o el miedo le producirá un choque desproporcionado. Un niño que vive bajo el temor puede difícilmente concentrarse con sus deberes tanto en casa como en la escuela. Su atención se centra más en el comportamiento de sus profesores o padres que en lo que debe aprender, ya que nunca sabe cuándo « la mano se va a escapar ». El comportamiento de los adultos le es completamente imprevisible y por ello está constantemente en estado de vigilia. El niño pierde toda la confianza en sus padres que deberían, como todo mamífero, protegerlo de las agresiones exteriores y en ningún caso agredirlo. Desprovisto de esta confianza se siente inseguro y solo, porque además toda la sociedad está del lado de los padres (adultos) y no de los niños.

 

Estas informaciones no son una revelación para él, puesto que su cuerpo lo sabe ya desde hace mucho tiempo. Pero la decisión de sus padres de no huir ya delante de estos hechos, y el valor de reconocerlos produce sin duda en él un efecto benéfico liberador y duradero. Nos presentaremos, así como un modelo hecho no solamente de palabras, sino de la actitud, que se necesita para actuar tal como se piensa con el respeto de la verdad y de la dignidad del niño y no con violencia y falta de dominio de sí mismo. Como los niños aprenden de la actitud de sus padres y no de sus palabras esta confesión será más que positiva. El secreto con el que el niño vivía ha sido por fin desvelado e integrado en la relación que puede establecerse a partir de ahora, sobre una base de respeto mutuo y no bajo el autoritarismo y el poder. Las heridas hasta ahora ignoradas pueden curarse puesto que ya no se quedarán almacenadas por más tiempo en el inconsciente. Cuando estos niños, informados, se vuelven padres ya no corren el riesgo de reproducir de forma compulsiva el comportamiento brutal o perverso de sus padres, ya no son sus heridas reprimidas quienes los dirigen. La confesión de los padres ha borrado la trágica historia quitándole su peligroso potencial.

El niño maltratado por sus padres ha aprendido de ellos a reaccionar con violencia, esto es incontestable y cualquier enseñante puede confirmarlo si no se niega a ver lo que tiene delante de sus ojos: El niño que recibe golpes en casa pega a los más débiles tanto en la escuela como en su familia. Se le castiga cuando zumba a su hermano pequeño y le resulta incomprensible el funcionamiento del mundo. ¿No es de sus padres de quienes lo ha aprendido? Es así como aparece muy temprana la confusión que se manifiesta como una «perturbación» y llevamos al niño a hacer una terapia. Pero nadie o muy poca gente se atreve a atacar la raíz de la violencia, algo que debería ser tan evidente.

La terapia a través del juego con terapeutas dotados de sensibilidad puede evidentemente ayudar al niño a expresarse y a tener confianza en él en ese entorno protegido. Pero como el terapeuta omite las heridas ocasionadas en el pasado, el niño en general está solo de nuevo, con su vivencia. Incluso los mejores terapeutas no pueden quitarle ese peso si la preocupación de proteger a los padres les impide tener en cuenta las heridas de los primeros años. Además, no son ellos los que deberían hablar con el niño puesto que esto suscitaría el temor de ser castigado por sus padres. El terapeuta debe trabajar con los padres por separado y explicarles como el hecho de hablar de ello con sus hijos puede ser liberador para ellos mismos y para sus niños.

Está claro que todos los padres no van a estar de acuerdo con esta proposición aún cuando el consejo proviene del propio terapeuta, cosa que sería deseable. Algunos se burlarán incluso de esta idea y dirán que el terapeuta es muy ingenuo, que no tiene ni la menor idea de cómo los niños son manipuladores y seguramente abusarán de la gentileza de sus padres. Estas reacciones no tienen nada de extraño puesto que la mayoría de los padres ven en sus hijos a sus propios padres y temen confesar sus faltas ya que antaño les castigaron severamente por ellas. Se aferran a su idea de perfección y es muy probable que sean incapaces de corregirse.

Quiero sin embargo creer que todos los padres no son incorregibles. Pienso que a pesar del pánico hay muchos que desean renunciar a una relación de poder, que quieren desde hace mucho tiempo ayudar a sus hijos pero que hasta ahora no sabían cómo hacerlo ya que temían abrirse sinceramente a ellos. Es cierto que esos padres podrán con más facilidad imponerse una franca conversación sobre el «secreto» y que con la reacción de sus hijos podrán ver los efectos positivos de la revelación de la verdad. Constatarán entonces por ellos mismos que los valores que intentamos transmitir por medio del autoritarismo son inútiles comparados con la confesión sincera de sus errores, condición indispensable para que al adulto se le pueda otorgar la verdadera autoridad, porque es creíble. Se cae de su peso que cada niño necesita de esa autoridad para encontrar su camino en el mundo. Un niño a quien se le ha dicho la verdad, a quien no se ha educado para que se acomode con mentiras y atrocidades puede desarrollar todas sus potencialidades como una planta que en buena tierra hace crecer sus raíces sin riesgo de ser atacada por bichos perjudiciales (mentiras).

Intenté comprobar esta idea con amigos y pedí a los padres y también a los niños su parecer. A menudo constaté que se me comprendía mal, mis interlocutores interpretaban mis propósitos como si se tratara de pedir excusas de parte de los padres. Los niños respondían que había que ser capaz de perdonarlos, etc. Pero mi idea no corresponde en absoluto con éso. Si los padres se disculpan los hijos pueden tener la impresión que se espera de ellos el perdón para descargar a sus padres y liberarlos de sus sentimientos de culpabilidad. Esto sería pedir demasiado a nuestros hijos.

Lo que pienso realmente es en dar una información que confirme lo que el niño siente ya en su cuerpo y en acordar un lugar central a su vivencia. Es el niño quien ocupa el primer plano con sus sentimientos y necesidades. Cuando nuestro hijo ve que nos interesamos por lo que él siente cuando nos excedemos con él vive un momento de gran alivio mezclado con una confusa sensación de justicia… No se trata de perdonar sino de evacuar los secretos que se paran. Se trata de construir una nueva relación fundada en la confianza mutua, de suprimir la armadura que aislaba hasta ahora al niño maltratado.

En cuanto los padres pueden reconocer el dolor que han causado a sus hijos, muchos caminos hasta ahora cerrados se abren en un proceso de espontánea curación. Este es el resultado que esperamos de un terapeuta, pero sin la cooperación de los padres resulta imposible.

Si los padres nos dirigimos a nuestros hijos con respeto, atención y benevolencia reconociendo sinceramente nuestras faltas sin decir: «es tu comportamiento el que nos ha obligado a tratarte así», muchas cosas cambian. El niño tiene así ante él un modelo que le permite encontrar su camino, ya no intentamos evitar la realidad, ya no tratamos de « cambiar » a nuestro hijo para que nos resulte más agradable, no, lo que hacemos es mostrarle que decir la verdad tiene un gran poder curativo. Y sobre todo: ya no necesita sentirse culpable de las faltas de sus padres una vez que estos han podido reconocer su culpabilidad. En los adultos, tales sentimientos de culpabilidad son el origen de innumerables depresiones.

Los niños que han podido sentir a través de esas conversaciones que sus padres han tomado en serio sus heridas y sentimientos y han sido respetados en su dignidad, estarán igualmente mejor protegidos de los efectos nocivos de la televisión que aquellos que siguen dominados por el deseo de venganza reprimido contra sus padres y por esta razón se identificarán con las escenas violentas que verán en la pequeña pantalla. Y no es la prohibición, como preconizan los hombres políticos, la que les impedirá «deleitarse» con lo que propone la televisión.

Por el contrario, los niños informados de las heridas sufridas en su más tierna edad tendrán sin duda un espíritu crítico más desarrollado con relación a este tipo de películas o se desinteresarán rápidamente por ellas. Quizás incluso discernirán el sadismo subyacente de sus autores con más facilidad que la mayoría de los adultos decididos a ignorar el dolor del niño maltratado que fueron. Estos mismos adultos se dejan fascinar por las escenas violentas sin darse cuenta de que son abusivamente conducidos a consumir la basura emocional de una vida que el cineasta presenta con el nombre de «arte» y que venderá a un buen precio, ignorando que se trata de su propia historia.

Esto lo vi claramente al escuchar una entrevista a un famoso director de cine americano que mostraba sin reparo en sus películas monstruos horribles y prácticas sexuales brutales con flagelaciones. Añadió que, gracias a la técnica moderna, podía hacer comprender que el amor tiene diversas facetas y que el azotarse era una forma de amor. ¿Dónde, cuándo y quién le ha inculcado esta espantosa filosofía en su primera infancia? Por lo visto no tiene ni la menor idea y probablemente permanecerá en la ignorancia hasta el final de su vida. No obstante, lo que concibe como su arte le permite contar su historia trivializándola totalmente en su memoria. Esta ceguera emocional tiene evidentemente graves consecuencias sociales.

La mejor edad para hablar con sus hijos de las heridas que se le ha infligido es sin duda entre cuatro y doce años o sea antes de la pubertad. Pasada la adolescencia el interés por estos hechos probablemente va a disminuir. Las defensas contra el recuerdo de sus precoces sufrimientos corren el riesgo de estar ya sólidamente edificadas, puesto que estos jóvenes casi adultos se convertirán en padres y una vez en el lugar del más fuerte olvidarán definitivamente su impotencia de antaño. Pero aquí también hay excepciones y además ser adulto tiene consigo momentos en los que, a pesar de todos los logros obtenidos, contraer una enfermedad puede obligarle a cuestionarse sobre su infancia.

No es raro que las personas que buscan respuesta a sus interrogantes descubran su verdadero Ser, la historia del niño maltratado que fueron y sus sufrimientos hasta ahora negados. Empiecen a vivir sus auténticos sentimientos en lugar de rehuirlos y sorprenderse de encontrar por ese camino la verdadera liberación. Dando así al niño que fueron lo que sus padres no pudieron nunca darle: el permiso de conocer la verdad, de vivir con ella, admitirla y cesar de huir. Como ahora conocen la verdad sobre su historia ya no necesitan engañarse o anestesiarse por medio de drogas, medicamentos, alcohol o teorías que suenan bien. Recuperan así la energía que antes debieron utilizar para huir de ellos mismos.

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