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Acuarela Alice Miller. |
Decir la Verdad a sus Hijos
por Alice Miller
A veces intento imaginarme cómo reaccionaría una persona que
hubiese crecido en otro planeta, en el cual a nadie se le hubiese ocurrido
pegar a los niños. Quizás algún día gracias al progreso espacial, se podrá
viajar de planeta a planeta y seres de costumbres completamente diferentes
llegarán a nuestra tierra. ¿Qué sentirán entonces en su mente y en su corazón
cuando vean a un adulto humano vigoroso precipitarse sobre niños pequeños
indefensos y pegarles en un arrebato de furor?
Hoy en día es todavía práctica corriente creer que los niños
no están dotados de sensibilidad y persuadirnos de que todos los sufrimientos
que les infligimos no tienen consecuencias o en todo caso de menor importancia
que en los adultos, precisamente porque son «todavía niños». Por esta misma
razón, hasta hace poco tiempo las operaciones sin anestesia estaban autorizadas
en los niños. Peor aún, la circuncisión y la extirpación se consideran en
numerosos países como costumbres tradicionales legítimas igual que los ritos de
iniciación sádicos…
Pegar, golpear a un adulto se denomina tortura, pegar a los
niños lo llamamos educación. ¿Por qué no es esto suficiente para poner clara y
netamente en evidencia la existencia de una anomalía que perturba el cerebro de
la mayoría de la gente, una «lesión», un enorme vacío justamente ahí donde
deberíamos sentir la empatía en particular HACIA LOS NIÑOS? En el fondo esta observación
es más que suficiente para probar la exactitud de la tesis según la cual el
cerebro de todos los niños, a quienes se les ha pegado, conservan secuelas
porque, ¡prácticamente todos los adultos, son insensibles a la violencia que
infligimos a los niños!
Dado que las torturas que sufren los niños son negadas y
rechazadas por la mayor parte de la gente, se podría suponer que este mecanismo
(de protección) forma parte de la naturaleza humana, evita sufrimientos y
desempeña incluso un papel positivo en el ser humano. No obstante, existen al
menos dos hechos que contradicen esta aserción. En primer lugar, es justamente
cuando negamos los malos tratos sufridos que los transmitimos a la siguiente
generación, impidiendo así la interrupción de la cadena de la violencia y en
segundo lugar, el recordar lo que hemos sufrido permite le desaparición de los
síntomas de enfermedad.
Está demostrado hoy que el sacar a la luz los sufrimientos
vividos en nuestra infancia en presencia de un testigo compasivo conduce a la
anulación de los síntomas físicos y psíquicos (como la depresión); este hecho
nos obliga a tener que buscar nuevas formas de terapia, ya que manteniéndonos
en la negación de nuestra realidad no encontraremos la liberación, sino más
bien enfrentándonos a nuestra propia verdad con todo lo que conlleva de
doloroso.
A mi parecer, las mismas conclusiones se pueden aplicar en
la terapia con los niños. Durante mucho tiempo pensé, como la mayoría de la
gente, que los niños necesitaban de la ilusión y del engaño para poder
sobrevivir puesto que enfrentarlos a la realidad sería demasiado doloroso para
ellos. Sin embargo, hoy estoy convencida, de que lo que es válido para los
adultos los es también para los niños: quien conoce la verdad sobre su historia
está protegido de enfermedades o desórdenes de cualquier tipo. Pero para ello,
la ayuda de sus padres les es indispensable.
Numerosos son los niños que presentan problemas de
comportamiento en la actualidad y numerosas son también las proposiciones
terapéuticas. Desgraciadamente estas se apoyan en general en conceptos
pedagógicos según los cuales es posible y necesario inculcar adaptación y
sumisión con los niños «difíciles». Se trata de la terapia conductista que
consiste en una cierta «reparación» del niño.
Todas ellas tienen en común el callar o ignorar el hecho de
que cada niño problemático expresa con su comportamiento la historia del no
respeto de su integridad, que empieza en su más tierna edad como lo muestran
mis investigaciones (ver mi artículo del 2006 «La impotencia de las
estadísticas», todavía no traducido al español) entre 0 y 4 años, momento en el
que se está formando su cerebro. La mayoría de las veces este momento de su
historia cae en el olvido.
No obstante, no se puede verdaderamente ayudar a un ser
lastimado a curar sus heridas si nos negamos a verlas. Afortunadamente las
perspectivas de curación son mejores en un organismo joven y esto es igualmente
válido con los problemas psíquicos. El primer paso a dar sería pues el de
prepararse a mirar de frente sus propias heridas, tomarlas en serio y cesar de
negarlas. Esto no tiene nada que ver con una «reparación de trastornos» en el
niño, se trata más bien de curar sus heridas por medio de la empatía y de una
información justa y verdadera.
Para que el niño llegue a su pleno desarrollo emocional (su
verdadera madurez) necesita mucho más que el simple aprendizaje de adaptación a
la norma. Para que no desarrolle más tarde ni depresión ni desarreglos
alimenticios, ni caiga en la droga, necesita acceder a su historia. Pienso que
con los niños maltratados los esfuerzos educativos e incluso terapéuticos, aún
realizados con las mejores intenciones, están condenados al fracaso si la
humillación vivida no ha sido evocada nunca o dicho de otra forma si el niño
está solo con su vivencia. Para poder quitar esta armadura que aísla (la
soledad frente a su secreto) los padres deberían encontrar el valor necesario
para reconocer su culpa para con el niño. Esto cambiaría completamente la
situación. Podrían decirle por ejemplo en el transcurso de una tranquila
charla:
“Te pegábamos cuando eras todavía pequeño porque a nosotros
nos educaron así y pensamos que era de esta forma como había que hacerlo”. Pero
ahora sabemos que nunca deberíamos habernos permitido pegarte y sentimos en el
alma la humillación que te causamos y el dolor que te hemos infligido, no lo
volveremos a hacer nunca más. Y si ves que lo olvidamos, te pedimos por favor
que nos recuerdes la promesa que te acabamos de hacer».
Existen ya 17 países en los cuales se penaliza el pegar a
los niños porque simplemente está prohibido hacerlo. Durante los últimos 10
años hay cada vez más gente que comprende que un niño al que se le pega, vive
asustado y crece con el temor del siguiente golpe, alterándose así muchas de
sus funciones normales. Entre otras, no será capaz más tarde de defenderse si
le atacan o el miedo le producirá un choque desproporcionado. Un niño que vive
bajo el temor puede difícilmente concentrarse con sus deberes tanto en casa
como en la escuela. Su atención se centra más en el comportamiento de sus
profesores o padres que en lo que debe aprender, ya que nunca sabe cuándo « la
mano se va a escapar ». El comportamiento de los adultos le es completamente
imprevisible y por ello está constantemente en estado de vigilia. El niño
pierde toda la confianza en sus padres que deberían, como todo mamífero,
protegerlo de las agresiones exteriores y en ningún caso agredirlo. Desprovisto
de esta confianza se siente inseguro y solo, porque además toda la sociedad
está del lado de los padres (adultos) y no de los niños.
Estas informaciones no son una revelación para él, puesto
que su cuerpo lo sabe ya desde hace mucho tiempo. Pero la decisión de sus
padres de no huir ya delante de estos hechos, y el valor de reconocerlos
produce sin duda en él un efecto benéfico liberador y duradero. Nos presentaremos,
así como un modelo hecho no solamente de palabras, sino de la actitud, que se
necesita para actuar tal como se piensa con el respeto de la verdad y de la
dignidad del niño y no con violencia y falta de dominio de sí mismo. Como los
niños aprenden de la actitud de sus padres y no de sus palabras esta confesión
será más que positiva. El secreto con el que el niño vivía ha sido por fin
desvelado e integrado en la relación que puede establecerse a partir de ahora,
sobre una base de respeto mutuo y no bajo el autoritarismo y el poder. Las
heridas hasta ahora ignoradas pueden curarse puesto que ya no se quedarán
almacenadas por más tiempo en el inconsciente. Cuando estos niños, informados,
se vuelven padres ya no corren el riesgo de reproducir de forma compulsiva el
comportamiento brutal o perverso de sus padres, ya no son sus heridas
reprimidas quienes los dirigen. La confesión de los padres ha borrado la
trágica historia quitándole su peligroso potencial.
El niño maltratado por sus padres ha aprendido de ellos a
reaccionar con violencia, esto es incontestable y cualquier enseñante puede
confirmarlo si no se niega a ver lo que tiene delante de sus ojos: El niño que
recibe golpes en casa pega a los más débiles tanto en la escuela como en su
familia. Se le castiga cuando zumba a su hermano pequeño y le resulta
incomprensible el funcionamiento del mundo. ¿No es de sus padres de quienes lo
ha aprendido? Es así como aparece muy temprana la confusión que se manifiesta
como una «perturbación» y llevamos al niño a hacer una terapia. Pero nadie o
muy poca gente se atreve a atacar la raíz de la violencia, algo que debería ser
tan evidente.
La terapia a través del juego con terapeutas dotados de
sensibilidad puede evidentemente ayudar al niño a expresarse y a tener
confianza en él en ese entorno protegido. Pero como el terapeuta omite las
heridas ocasionadas en el pasado, el niño en general está solo de nuevo, con su
vivencia. Incluso los mejores terapeutas no pueden quitarle ese peso si la
preocupación de proteger a los padres les impide tener en cuenta las heridas de
los primeros años. Además, no son ellos los que deberían hablar con el niño puesto
que esto suscitaría el temor de ser castigado por sus padres. El terapeuta debe
trabajar con los padres por separado y explicarles como el hecho de hablar de
ello con sus hijos puede ser liberador para ellos mismos y para sus niños.
Está claro que todos los padres no van a estar de acuerdo
con esta proposición aún cuando el consejo proviene del propio terapeuta, cosa
que sería deseable. Algunos se burlarán incluso de esta idea y dirán que el
terapeuta es muy ingenuo, que no tiene ni la menor idea de cómo los niños son
manipuladores y seguramente abusarán de la gentileza de sus padres. Estas
reacciones no tienen nada de extraño puesto que la mayoría de los padres ven en
sus hijos a sus propios padres y temen confesar sus faltas ya que antaño les
castigaron severamente por ellas. Se aferran a su idea de perfección y es muy
probable que sean incapaces de corregirse.
Quiero sin embargo creer que todos los padres no son
incorregibles. Pienso que a pesar del pánico hay muchos que desean renunciar a
una relación de poder, que quieren desde hace mucho tiempo ayudar a sus hijos
pero que hasta ahora no sabían cómo hacerlo ya que temían abrirse sinceramente
a ellos. Es cierto que esos padres podrán con más facilidad imponerse una
franca conversación sobre el «secreto» y que con la reacción de sus hijos
podrán ver los efectos positivos de la revelación de la verdad. Constatarán
entonces por ellos mismos que los valores que intentamos transmitir por medio
del autoritarismo son inútiles comparados con la confesión sincera de sus
errores, condición indispensable para que al adulto se le pueda otorgar la
verdadera autoridad, porque es creíble. Se cae de su peso que cada niño
necesita de esa autoridad para encontrar su camino en el mundo. Un niño a quien
se le ha dicho la verdad, a quien no se ha educado para que se acomode con
mentiras y atrocidades puede desarrollar todas sus potencialidades como una
planta que en buena tierra hace crecer sus raíces sin riesgo de ser atacada por
bichos perjudiciales (mentiras).
Intenté comprobar esta idea con amigos y pedí a los padres y
también a los niños su parecer. A menudo constaté que se me comprendía mal, mis
interlocutores interpretaban mis propósitos como si se tratara de pedir excusas
de parte de los padres. Los niños respondían que había que ser capaz de
perdonarlos, etc. Pero mi idea no corresponde en absoluto con éso. Si los
padres se disculpan los hijos pueden tener la impresión que se espera de ellos
el perdón para descargar a sus padres y liberarlos de sus sentimientos de
culpabilidad. Esto sería pedir demasiado a nuestros hijos.
Lo que pienso realmente es en dar una información que
confirme lo que el niño siente ya en su cuerpo y en acordar un lugar central a
su vivencia. Es el niño quien ocupa el primer plano con sus sentimientos y
necesidades. Cuando nuestro hijo ve que nos interesamos por lo que él siente
cuando nos excedemos con él vive un momento de gran alivio mezclado con una
confusa sensación de justicia… No se trata de perdonar sino de evacuar los
secretos que se paran. Se trata de construir una nueva relación fundada en la
confianza mutua, de suprimir la armadura que aislaba hasta ahora al niño
maltratado.
En cuanto los padres pueden reconocer el dolor que han
causado a sus hijos, muchos caminos hasta ahora cerrados se abren en un proceso
de espontánea curación. Este es el resultado que esperamos de un terapeuta,
pero sin la cooperación de los padres resulta imposible.
Si los padres nos dirigimos a nuestros hijos con respeto,
atención y benevolencia reconociendo sinceramente nuestras faltas sin decir: «es
tu comportamiento el que nos ha obligado a tratarte así», muchas cosas cambian.
El niño tiene así ante él un modelo que le permite encontrar su camino, ya no
intentamos evitar la realidad, ya no tratamos de « cambiar » a nuestro hijo
para que nos resulte más agradable, no, lo que hacemos es mostrarle que decir
la verdad tiene un gran poder curativo. Y sobre todo: ya no necesita sentirse
culpable de las faltas de sus padres una vez que estos han podido reconocer su
culpabilidad. En los adultos, tales sentimientos de culpabilidad son el origen
de innumerables depresiones.
Los niños que han podido sentir a través de esas
conversaciones que sus padres han tomado en serio sus heridas y sentimientos y
han sido respetados en su dignidad, estarán igualmente mejor protegidos de los
efectos nocivos de la televisión que aquellos que siguen dominados por el deseo
de venganza reprimido contra sus padres y por esta razón se identificarán con
las escenas violentas que verán en la pequeña pantalla. Y no es la prohibición,
como preconizan los hombres políticos, la que les impedirá «deleitarse» con lo
que propone la televisión.
Por el contrario, los niños informados de las heridas
sufridas en su más tierna edad tendrán sin duda un espíritu crítico más
desarrollado con relación a este tipo de películas o se desinteresarán
rápidamente por ellas. Quizás incluso discernirán el sadismo subyacente de sus
autores con más facilidad que la mayoría de los adultos decididos a ignorar el
dolor del niño maltratado que fueron. Estos mismos adultos se dejan fascinar
por las escenas violentas sin darse cuenta de que son abusivamente conducidos a
consumir la basura emocional de una vida que el cineasta presenta con el nombre
de «arte» y que venderá a un buen precio, ignorando que se trata de su propia
historia.
Esto lo vi claramente al escuchar una entrevista a un famoso
director de cine americano que mostraba sin reparo en sus películas monstruos
horribles y prácticas sexuales brutales con flagelaciones. Añadió que, gracias
a la técnica moderna, podía hacer comprender que el amor tiene diversas facetas
y que el azotarse era una forma de amor. ¿Dónde, cuándo y quién le ha inculcado
esta espantosa filosofía en su primera infancia? Por lo visto no tiene ni la
menor idea y probablemente permanecerá en la ignorancia hasta el final de su
vida. No obstante, lo que concibe como su arte le permite contar su historia
trivializándola totalmente en su memoria. Esta ceguera emocional tiene
evidentemente graves consecuencias sociales.
La mejor edad para hablar con sus hijos de las heridas que
se le ha infligido es sin duda entre cuatro y doce años o sea antes de la
pubertad. Pasada la adolescencia el interés por estos hechos probablemente va a
disminuir. Las defensas contra el recuerdo de sus precoces sufrimientos corren
el riesgo de estar ya sólidamente edificadas, puesto que estos jóvenes casi
adultos se convertirán en padres y una vez en el lugar del más fuerte olvidarán
definitivamente su impotencia de antaño. Pero aquí también hay excepciones y
además ser adulto tiene consigo momentos en los que, a pesar de todos los
logros obtenidos, contraer una enfermedad puede obligarle a cuestionarse sobre
su infancia.
No es raro que las personas que buscan respuesta a sus
interrogantes descubran su verdadero Ser, la historia del niño maltratado que
fueron y sus sufrimientos hasta ahora negados. Empiecen a vivir sus auténticos
sentimientos en lugar de rehuirlos y sorprenderse de encontrar por ese camino
la verdadera liberación. Dando así al niño que fueron lo que sus padres no
pudieron nunca darle: el permiso de conocer la verdad, de vivir con ella,
admitirla y cesar de huir. Como ahora conocen la verdad sobre su historia ya no
necesitan engañarse o anestesiarse por medio de drogas, medicamentos, alcohol o
teorías que suenan bien. Recuperan así la energía que antes debieron utilizar para
huir de ellos mismos.
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