4 de diciembre de 2011

Condenados a creer


Dr. Pablo Daniel Abadi.

Al verme a mí mismo y a la gente ante las elecciones presidenciales en mi país, me vi llevado a pensar en el fenómeno de la confianza, y en su opuesto, el de la desconfianza. En el origen de la esperanza y la ilusión que se despiertan en momentos como ese. Me vi y nos vi creyendo en policías, en jueces, en médicos, en los medios, en los sacerdotes, en pastores de TV, en vendedores de tiendas, creemos en Dios. Creemos en nuestros presidentes, en nuestros diputados, en sus promesas, en su interés por la cosa pública. Creemos. En algunos de estos al menos. Creemos en la sonrisa y en las lágrimas, en la palabra dada y en el apretón de manos, y en el orgasmo demostrado. ¿Por qué es que seguimos creyendo aun después de mentiras y experiencias frustrantes que hemos vivido? ¿Por qué somos bien pensantes, por qué tenemos ilusión, por qué damos crédito, por qué tenemos fe? ¿Por qué nos vemos inclinados a confiar? ¿Por qué volvemos a dar crédito? ¿Por qué volvemos a esperanzarnos?

Esta tendencia a creer y confiar permite que el mundo siga andando, que digamos sí en vez de no, que acordemos, que nos asociemos, que vivamos sostenidos y sosteniéndonos formando una red de pares, una fratria .Pensemos en la condición, en el origen de esta cualidad, de esta capacidad, de esta posibilidad de confiar. No es una cualidad que debamos dar por presente en todos, menos aún como un rasgo de peso en la vida. Del otro lado, en la vereda opuesta , padeciendo, los deprimidos, los desesperanzados, los escépticos, los solitarios, los aislados, los esquizoides, los adaptados. Y otro grupo más problemático para la sociedad: los incapaces de amar, los inescrupulosos, los antisociales, los llamados psicópatas. Ellos son los que se alimentan de nosotros, de nuestra capacidad de creer, de nuestra confianza , ellos explotan nuestra confianza, nos conocen, nos usan, nos abusan, nos burlan, nos engañan, nos estafan, nos mienten. Los que nos hacen dudar de todo, los que nos hacen sentir crédulos. Casi logran desengañarnos, desesperanzarnos, deprimirnos. La estafa tiene larga vida asegurada, porque siempre habrá miradas confiadas del otro lado.

Todos hemos vivido suficientes desengaños como para caernos en la más absoluta de las desconfianzas en el otro, en su palabra, en su sinceridad. Todos hemos estado cerca de perder las esperanzas. Pero volvemos a creer.

No llegan a demoler nuestra médula, nuestro núcleo de confianza en el otro , en su palabra , en su promesa. Si nos engañan los políticos a lo sumo pediremos que se vayan todos. Pero para que vengan otros, otros nuevos, otros en los que nuevamente podamos creer y depositar nuestra confianza, necesitamos creer otra vez. Creer es parte de nuestro destino en cuanto que el destino no es otra cosa que la historia que ya hemos vivido. Y como somos humanos, por ser humanos, si estamos aquí y hablamos y reímos es porque hubo gente que nos ha cuidado, sostenido y preservado. Gente que nos ha enseñado a confiar, gente que no nos ha estafado. Y es a este otro a quien le debemos esta capacidad de creer.Esa necesidad-capacidad de creer se gestó en las buenas experiencias desde la infancia. En experiencias de ilusión sostenidas, una y otra vez. Y una vez conformada, esta capacidad no es destructible, ni deformable aún por más malas experiencias coyunturales que se vivan en la adultez. Sea por un desengaño amoroso o por haber padecido a un presidente venal, o haber caído en manos de un médico inescrupuloso o un juez corrupto. Para tener capacidad de amar, ser personas aceptablemente saludables y bien pensantes tuvimos que haber sido cuidados y mirados por otros, al principio nuestros padres, luego maestros y finalmente la sociedad toda que tiende con naturalidad a preservar a un niño. Esa es la base de la confianza que hoy nos puede generar un vendedor de una tienda, o el presidente de la nación , el actual o el próximo. Lo fascinante y lo afortunado es la constatación de que esa capacidad de creer es indestructible. Después de un desengaño, pasa un tiempo y volvemos a creer. Una aclaración, cuando me refiero a personas sanas no digo santas. Aceptamos que es propio de los humanos ser buenos y malos, generosos y egoístas, pequeños y magnánimos, altruistas y miserables. En la salud son aspectos que conviven. En la enfermedad no. Creer tiene una raíz en la infancia pero no es un acto de inmadurez. El optimismo es una obligación, y es una obligación moral porque es una expectativa positiva leal al amor recibido, consecuente y consecuencia del amor recibido. Creer es así parte de un deber moral de lealtad a nuestros primeros amores.

A la vida

Dicho, en términos psicoanalíticos, el objeto bueno internalizado en la niñez, que con Winnicott lo llamaríamos objeto creado, no es destructible por malas experiencias posteriores que surjan. Siempre se esperará reencontrarlo, en un amor, en una compra, en la droga aunque sea paradójico. Pero siempre esperamos -esperaremos la repetición el reencuentro, del acontecimiento amoroso- creativo.

Y como psicoanalistas entonces, ¿cuál es nuestro particular credo, en el sentido etimológico de creer? ¿En qué creemos los psicoanalistas? ¿Por supuesto en la estructuración del inconciente, en el fenómeno de la transferencia, en el complejo de Edipo, y podría seguir con algunos otros de nuestros principios.
Pero, dicho de otro modo, ¿en qué confiamos los psicoanalistas?

Confiamos en el deseo. En el deseo de hijo de los padres, en el deseo de los padres de ayudar a sus hijos a ser otros y no a someterlos a su deseo, confiamos después en el propio deseo del sujeto, y es a esa fuerza, a ese movimiento vital y a su itinerario al que dedicamos nuestra investigación, nuestro esfuerzo como analistas. Nuestro credo es que donde está el deseo esta la persona y que nos debemos a que el sujeto se pueda apropiar de él en primera persona. Tenemos varios modos de decir esta verdad: donde era el ello yo debo advenir. Recuperar la historia. Integrar lo disociado. Levantar la represión. Desenmascarar el síntoma.
El deseo puede presentarse y representarse reprimido, disociado, alienado, desviado, intoxicado, atrás de un disfraz de mujer o en la aguja que introduce la droga, o en el cigarrillo que se prende, por dar ejemplos de la consulta cotidiana. El deseo nunca ausente, creemos eso, como escribía Frances Tustin: hasta en el más profundo de los autistas hay juego, se descubre juego, a veces es solo acomodar y desacomodar la visión. El deseo en un ser vivo es nuestro interés.

Creemos y confiamos en que esa es la fuerza de esa vida, y la razón de sus actos y movimientos y ahí vamos a develarlo, a descifrarlo, a escudriñarlo, a respetar su majestad. En el otro lado está el psicoanalista que mira conductas y síntomas y los juzga en nombre de algún bien y propone o acepta medicarlos, se opone al mal , sin respetar nuestro credo, que es que ese síntoma es el modo en que se expresa el deseo, que ahí está la materia prima de su eros, de su fuerza vital, de su pulsión, ignorando que medicarlo o querer reconducirlo hacia el supuesto bien es robarle, falsificarle, manipularle al analizante el secreto de su vida, para conducirlo quien sabe a qué norma, a qué normalidad de laboratorio. Psiquiatrizar su paciente psicoanalítico. En lugar de entregarse a la confianza en nuestro credo. Si esta persona esta acá, delante nuestro, hablándonos de su sufrimiento, es que un deseo vital lo anima y que la confianza en el encuentro con otro es también su credo. No busca una medicación. El paciente que nos consulta busca que lo ayudemos a desmalezar su deseo, a encontrarlo atrás de sus disfraces, de sus actos, de sus tóxicos, de sus repeticiones, de su sometimiento, etc. Busca que convoquemos los demonios del Averno. Del otro lado están los analistas que creen en el mal y al mal hay que atacarlo, combatirlo como sea. No confían en el camino que conduce del “temible” síntoma a la pulsión de vida.

Se asustan, y medican. No creen y medican. No se quieren hacer cargo y medican. Pero lo que es pensable como explicación es que han tenido ellos mismos análisis en los que su propio deseo no fue convocado, descubierto, respetado, cuidado. Tal vez su propio deseo fue desrespetado en su propio análisis, malversado. Así como nuestros pacientes tienen las huellas de padres que no han estado ahí para que sus hijos desarrollen su deseo, padres que no tuvieron como meta sólo ser parte del desarrollo de un ser deseante, aportando solo su deseo….también hay analistas que probablemente han tenido padres analíticos irrespetuosos de sus síntomas, de su patología en la que había que descubrir y liberar su deseo, que repetirán el mismo modelo con sus pacientes e irán conduciéndolos al silencio en nombre de algún bienestar.

Entonces, vuelvo a mi pregunta, ¿en qué confiamos los analistas? ¿En el deseo que se muestra vivo y desafiante en el discurso y en el síntoma, o en el asesinato del síntoma y por lo tanto del deseo?
Creemos que oculto en el síntoma y sosteniéndolo se oculta el deseo, o creemos que se enseñorea algún demonio al que debemos decapitar .

Atacando al síntoma angustia, o al síntoma depresión o a la ansiedad o al supuesto síndrome o al supuesto trastorno, decapitaremos al desdichado, nos decapitaremos como su analista, e intentaremos decapitar al psicoanálisis. Como estudiantes o estudiosos de Winnicott, aún a riesgo de ser tildados de naïves, creemos en la salud, en la salud posible sostenida por el deseo, o en la salud recuperable análisis mediante. Salud que puede estar ocultada, atrapada, encadenada, salud enjaulada o desviada no obstante creemos en la salud que espera su momento. Como Winnicottologos no creemos en la enfermedad que surge de la naturaleza del alma; recuerdo a Winnicott cuando dice que no existe en el ser humano ninguna tendencia natural hacia la enfermedad. Apoyado y apoyándose en su no adhesión a la hipótesis de la pulsión de muerte.
Como consecuencia no creemos en un caos primario ni en la envidia primaria, ni en la esquicia primordial.

Así las cosas no tenemos nada que temer, no hay un infierno detrás del infierno. Por eso no creemos en sujetar sujetos con medicaciones, ni en amordazarlos, ni en taparnos los oídos. Como analistas no creemos en el doble discurso, en la propuesta esquizofrenógena de la asociación libre por un lado y por el otro lado la silenciación química. Con una mano señalarle el diván y con la otra extenderle un ansiolítico. Entre paciente y analista escuchemos su relato, su historia, su inconciente, los caminos de su deseo, el recorrido por el laberinto de su amor, sorprendámonos los dos con lo que encontramos, investiguemos, preguntemos, construyamos la historia del amor que duele en síntomas.

Pablo Daniel Abadi
Primavera 2009

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